Mauri caminaba junto a Unodien. El campamento se había movilizado una vez más, pero no todos iban a seguir el mismo camino. Unodien quería contar con el apoyo de Mauri e intentaba superar la indecisión del muchacho con sólidos argumentos para lograrlo.
- Te necesito a mi lado, Mauri! Tu equilibrada visión de las cosas me ayudará a no perderme en el conjunto. – le argumentaba Unodien.
- Tengo dudas, Maestro. Yo soy aún joven y aunque en nuestras conversaciones me permitía ser crítico, me debo a las leyes del Consejo. Debo meditar primero.
- Bien, lo entiendo. Pero has de decidir pronto. No queda mucho tiempo hasta que partamos.
Mauri se despidió y Unodien quedó solo contemplando el siempre sobrecogedor espectáculo del océano.
El Sol se estaba poniendo y teñía el agua marina con el reflejo del cielo anaranjado. Bandadas de aves migratorias volaban en dirección Norte, anunciando el comienzo de la estación cálida. Los días se hacían más largos y se volvían más calurosos, pero las noches, sin embargo, seguían siendo bastante frías. Esto ocurría a orillas del mar, porque en las llanuras de la altiplanicie, el clima era sumamente extremo y las noches eran tan calurosas o frías como lo podía ser el día.
El campamento bullía de actividad. Ya se habían encendido las hogueras y los cocineros preparaban la cena para todos los habitantes. Esa noche, después de la cena, iba a tener lugar una asamblea. Unodien pretendía dar a conocer sus planes a todo el mundo y esperaba contar con apoyos suficientes. No esperaba un apoyo unánime, pero al menos, tal vez aparecieran dos o tres personas dispuestas a ayudarle.
Gambit y Daniel estaban igualmente expectantes. Su futuro dependía de esa noche. Se irían de cualquier modo, pero no era lo mismo viajar los tres solos de nuevo y sin ningún tipo de apoyo, que hacerlo en compañía, con apoyo logístico y con la bendición del Consejo… este último punto sería el más difícil de conseguir, eso lo tenían perfectamente claro.
Tras la cena, todo el mundo se congregó junto a la gran hoguera. El momento había llegado, y Unodien sintió que un gran peso le atenazaba el pecho, como si fuera portador de malas noticias y fuera él el encargado de transmitirlas a toda la congregación. Aunque en parte, así era.
Para la mayoría de los allí reunidos, lo que él tenía que decirles, era una mala noticia. Era poner fin a un sueño, a una empresa que ellos habían iniciado con entusiasmo y fe, y que ahora se vería reducida a eso, a un sueño. Se sentirían frustrados y, tal vez, algunos se pondrían violentos. Unodien contaba con eso y con argumentos, esperaba que lo suficientemente convincentes, para aplacarlos.
(* SIEMPRE UNO)
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