CAPÍTULO XXVII


Dos figuras escuálidas avanzaban trabajosamente por la arena de la playa. La falta de alimentos, unido a la exposición prolongada a los elementos, les iba debilitando.


El Chico prácticamente era arrastrado por El Jugador, que no sabía qué fuerza inexplicable le mantenía en pie. No podía más pero si se rendía, desmoralizaría al pequeño.


Y el pequeño seguía a El Jugador con devoción ciega, como un ejemplo vivo. Se divisaban estribaciones montañosas no muy lejos y más cerca, una cadena de enormes dunas naturales. El viento había ido arrastrando hasta allí toda aquella arena que ahora amenazaba con sepultar la vegetación de un pequeño bosque cercano.


El Jugador se topó de repente con unas huellas confusas en el suelo arenoso. Muchas pisadas, en todas direcciones, que se pisaban las unas a las otras. Hizo un gesto con la mano para que El Chico se quedase quieto.


-   Espera aquí, ordenó.


El Chico sin decir una sola palabra, se quedó clavado en el sitio en que se encontraba.


Allí había habido mucha gente, pero no daban la impresión de haberse marchado precipitadamente, sino todo lo contrario. Pero no habían sido cuidadosos y, sobre todo, no habían tapado sus huellas. Parecía no importarles a juzgar por el caos que El Jugador podía leer en el polvoriento suelo.


 


El Buscador atisbaba el sol de la mañana desde lo alto de una colina cercana. La pesadilla de la noche anterior le reafirmaba en la creencia de que sus amigos estaban cerca, muy cerca.


Sus servidores se afanaban en el campamento allá abajo, recogiendo pertrechos y preparando la siguiente etapa del viaje. Cada día era igual al anterior: recoger, viajar y plantar de nuevo el campamento al atardecer… la misma aburrida rutina día tras día. ¿Y para qué? ¿El fin que se le había encomendado merecía la pena?


Examinando sus convicciones, no se reconocía en aquel nuevo personaje en que se había convertido. ¿Dónde había desaparecido su yo? ¿En qué momento había cambiado su piel por los ropajes? ¿Sus pies descalzos por las botas de piel? ¿Su vivir despreocupado y viajero por aquel contrito y siempre excesivamente agobiado alter ego?


Era el momento de recuperar su identidad, su primigenia personalidad. Su característica primordial, su nombre.


Echó un último vistazo a la playa y al horizonte infinito y descendió al campamento.


Kor dejó lo que estaba haciendo y se volvió para buscar con la mirada al Maestro. Hacía rato que lo echaba de menos. En seguida lo vio descender por la ladera de la colina. Pensó que a pesar de lo que decía el Maestro, éste estaba raro. Melancólico, meditabundo, ajeno y como fuera de lugar. No se parecía mucho al joven impaciente que había conocido en Nueva Esperanza.


Ensimismado en estos pensamientos, no se percató de que tenía al Maestro delante. Éste le puso una mano en el hombro y Kor se sobresaltó.


-         ¡Maestro! ¡Me has asustado!


-         Mi nombre es Unodien. Diles a todos que no vuelvan a llamarme “Maestro”.


Kor iba a protestar pero el semblante y la mirada de El Buscador, le hicieron callar. Presentía que era mejor no llevarle la contraria. Dejó lo que estaba haciendo y fue a buscar a los demás. Pronto se formó un corrillo en cuyo centro estaba Kor que, muy sobresaltado, explicaba con grandes aspavientos la conversación que acababa de tener con El Buscador. Las caras, sorprendidas, se volvían hacia él sin disimulo y su expresión era de reprobación.


 


*(SIEMPRE UNO)


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