CAPÍTULO XXVI


Dos figuras. Escuálidas. Eran blandas. Se doblaban sobre sí mismas. Una crecía mientras la otra menguaba. Se derretían y volvían a crecer en la arena. Hacía mucho calor y él se ahogaba. Intentó salir a la superficie pero algo le retenía en el fondo. Se miró los pies y cientos de manos le agarraban por los tobillos intentando atraerlo hacia ellas.


“¡No!, gritaba, ¡No quiero ir con vosotras!” Y pataleaba para intentar desasirse. Pero cuando conseguía soltarse de unas manos, otras lo agarraban y así una y otra vez. Desesperado, lanzó un grito, mientras lo que él creía que era terror, inundaba su corazón.


-         ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Despierta!


Ante el requerimiento, abrió los ojos desmesuradamente sin saber muy bien dónde se encontraba. Se miró los pies y el desconcierto se pintó en su semblante. Estaba empapado en sudor y aún sentía el terror.


-         ¿Has tenido una pesadilla, Maestro?


-         Sí... supongo.


Se desabrochó la camisa, e intentó respirar profundamente para serenarse.


Aquellas dos figuras... él sabía qué significaban. Y las manos que intentaban ahogarle. Así era justamente como se sentía: ahogado. Desbordado por las expectativas que otros se habían fabricado sobre él. Pero sabía lo que tenía que hacer y lo haría pronto.


-         ¿Qué hora del día es?


-         ¿Día, Maestro? Aún lucen las estrellas...


-         Y, ¿cómo es que estás aquí?


-         Dabas unos gritos espantosos y acudí a ver qué te pasaba.


-         Gracias. Puedes dejarme solo, ya me encuentro mejor.


-         Como quieras...


Se sumió en sus pensamientos en cuanto el otro salió de su tienda. Se levantó y salió afuera. Efectivamente, aún era de noche, pero se veían las primeras luces del alba clarear por el Este.


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