Unos ojos asombrados miraban la línea de la costa y el mar embravecido. Continuas olas, enormes olas, batían constantemente la arena, asustando con su bramido al pequeño propietario de aquellos ojos. A pesar del miedo, no podía apartar la mirada de aquel espectáculo. El mar y el cielo se fundían en un tono gris oscuro, y el viento y las salpicaduras contribuían aún más a hacer desapacible la mañana.
Pero la escena no desagradaba a El Jugador, que se sentía por fin en casa. Sus energías se renovaban sólo con respirar aquel aire húmedo y con sentir el salitre pegajoso en la piel. Miraba de reojo y con evidente satisfacción al chico. Era como si el mar fuese una creación suya y se sintiera orgulloso por ello.
- Eh..el mar...?, tan alucinado estaba que no acertaba a articular palabra.
- Aha!, contestó El Jugador, tan lacónico como siempre pero lleno de satisfacción.
Se quedaron unas horas descansando, al abrigo del viento y la lluvia. Además, El Jugador consiguió recolectar algunos frutos comestibles de la vegetación circundante.
Esperaría a la noche para orientarse. Utilizaría el viejo método de los navegantes, vigilando la posición de las estrellas. Era ésta una habilidad adquirida de niño, pues los habitantes del lugar del que provenía se servían de este y otros métodos ancestrales para su supervivencia. Se habían ido transmitiendo de generación en generación, perdiéndose sus fundamentos pero permaneciendo lo necesario para que siguieran siendo eficaces.
El lugar en el que se encontraban le era desconocido al Jugador, pero eso no le preocupaba. No tendría más que seguir la costa en dirección norte. Sabía que así llegarían a su “hogar”.
Desde un promontorio no muy lejano, El Buscador escudriñaba también aquel mar y la costa. Algo le decía que no tardaría en hallar a sus amigos.
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