CAPÍTULO XXIV


El grupo levantó el campamento a la mañana siguiente sin molestarse demasiado en borrar las huellas de su estancia en aquel lugar. Se consideraban un grupo numeroso y no temían a los merodeadores ni a sus emboscadas. A El Buscador no dejaba de parecerle una temeridad semejante actitud, sobre todo teniendo en cuenta que ya había sufrido en sus carnes una emboscada de aquellos  que sobrevivían gracias a la rapiña y el asesinato.


Dejando tras si un rastro bien reconocible, el grupo partió con rumbo norte siguiendo la línea de la costa. Al norte, decían, aún quedaban asentamientos humanos más o menos civilizados, sensibles aún a la palabra y a determinados valores como la solidaridad y el respeto mutuo.


El Norte. Hacía algún lugar del lejano norte estaba el “hogar” de El Jugador. Este recuerdo animó a El Buscador y le trajo esperanzas. Si aún seguían con vida, estaba seguro que habrían continuado el camino previsto desde el principio.


Tal vez aún no estaba todo perdido y el destino les llevase a coincidir de nuevo en el camino. Decidió permanecer atento a cualquier señal extraña o rastro que pudiera verse en el polvo del camino, por si pudieran revelarle algo sobre sus amigos desaparecidos.


Se preguntó si ellos lo daban por muerto o tenían aún esperanzas de encontrarlo con vida. Lo más probable es que lo creyeran muerto. Y no sería extraño, dada la forma en que desapareció en aquella lejana noche. Era capaz de recordar los segundos previos a la confusión de manos, pies y polvo y partir de ahí, sólo su despertar en Nueva Esperanza.


No sabía qué lapso de tiempo había transcurrido desde su desaparición hasta su despertar. ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? Nadie había podido precisarlo. De todas formas, tenían una peculiar forma de medir el tiempo allí, en Nueva Esperanza. Este transcurría, sólo transcurría y nadie se molestaba en medirlo. La mañana sucedía a la noche, un día a otro día y así sucesivamente. Eternamente. Se respiraba un ambiente relajado, nadie tenía prisa y las cosas se hacían despacio.


Sus habitantes hablaban pausadamente. Y a nadie parecía importarle el paso de los años, y por supuesto, no se celebraban aniversarios de ningún tipo.


El Tiempo al igual que el Progreso, no despertaba el interés de ninguno de los habitantes de Nueva Esperanza. Su única ambición era despertarse cada mañana, y tener un apacible existir.

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