CAPÍTULO XXIII


La fría noche estrellada cobijaba a más viajeros bajo su manto. Más afortunado, El Buscador, abrigado y con sus necesidades primarias cubiertas, cavilaba acerca de sus próximos movimientos.


El instinto, ese amigo fiel que pocas veces le fallaba, le seguía diciendo que aún había esperanza, que sus compañeros estaban con vida, en apuros, ¡pero vivos!.


-       Maestro, ¿en qué piensas?


Sobresaltado, se giró para mirar a quien así lo había interpelado. Era uno de sus “seguidores” más fervientes. Le hacía gracia tener seguidores antes de empezar su “labor salvadora”. Pero el apelativo le molestaba profundamente. Desde la primera vez que lo oyó, les había prohibido dirigirse a él con tal calificativo, pero había sido en vano. Seguían insistiendo en llamarle de esa forma. Si sus prédicas tenían el mismo éxito, ¡mejor dedicarse a otra cosa!.


De todas formas, no pensaba dedicarse a la salvación de la humanidad tanto como a salvarse a sí mismo y a sus amigos. Pero para eso, debía encontrarlos primero.


Con un tono un tanto de fastidio por tener que dar explicaciones, inventó rápidamente una respuesta:


-         Pensaba que en este universo infinito, sin horizontes definidos, somos como estrellas que vagan en busca de su lugar preciso.


Su interlocutor se lo quedó mirando, extrañado, y volvió a preguntar:


-         Qué curioso pensamiento. Y ¿qué es lo que te ha llevado a esa reflexión, Maestro?


Enseguida comprendió que se había metido en un lío. El otro no tenía intención de dejarlo tranquilo y él no tenía ganas de conversar.


-         Solo la observación me ha llevado a esa conclusión, afirmó tajante.


Con esto quiso dar por terminada la conversación, pero cuando vio que de nuevo abría la boca para preguntar, levantó la mano con el índice extendido y la puso delante de sus labios. Le dio la espalda y volvió a fijar su mirada en el oscuro cielo infinito. Con un suspiro, el otro se encogió de hombros y permaneció callado. Pero le costaba un esfuerzo tremendo no hablar, así que al cabo de diez minutos, optó por marcharse.


Se despidió del “Maestro” y éste con cierto regocijo, le dio las buenas noches, a la vez que reprimía una sonrisa y cierto alivio.


Necesitaba soledad para pensar en sus planes de huida. Los detalles eran importantes, ahora que tenía tanta gente a su alrededor, todos muy pendientes del más mínimo deseo o del menor movimiento. Se sentía más prisionero que líder. No parecía estar dirigiendo un grupo de fieles seguidores, sino más bien, parecía estar siendo conducido a una especie de sacrificio en el cual la víctima propiciatoria era él.


 


-         El Maestro está raro.


-         ¿Por qué dices eso, Kor?, su compañero levantó la vista de lo que estaba haciendo en ese momento y le miró extrañado.


-         ¡¡Pues porque sí!! Se pasa las horas mirando al cielo y formulando pensamientos extraños. Que si somos estrellas no sé qué y buscamos un lugar... ¡yo qué sé! Creo que los Ancianos se han equivocado con él, ¡no es él!


-         Sea o no sea, servirá igual. Ellos lo han dicho y yo no voy a dudar de su palabra. Y tú, tranquilízate y deja de darle vueltas en la cabeza. ¡Anda, vete a descansar que ya me quedo yo velando al Maestro!


-         Está bien, Rumker, haré lo que dices.


Kor se retiró a su tienda a dormir y al pasar por delante de la tienda del Maestro, no pudo evitar mirar hacia el interior tratando de ver si éste se encontraba allí o aún seguía mirando al cielo nocturno.

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