CAPÍTULO XXII


Los espejismos variaban su intensidad y su forma: vegetación, agua, animales, comida, etc. Bajo cualquier aspecto se presentaban a los ojos de los desdichados compañeros de viaje de El Buscador.


Una continua y torturadora ilusión, que de la esperanza daba paso a la más negra de las desesperaciones al comprobar que, una vez más, el destino les jugaba una mala pasada.


Se arrastraban como podían entre el polvo y las piedras, el hombre sujetando al chico, con las pocas fuerzas que le restaban. No sabía qué les esperaba más allá del último promontorio. Sólo sabía que debían seguir adelante. No iban a morir allí, para ser despojados por los carroñeros humanos hasta el blanco de los huesos.


No quería perder la esperanza, era lo último que le quedaba para poder continuar. Hacía varios días ya que no disponían de agua que beber y las raíces que encontraban estaban aún más resecas que ellos.


La imagen de El Buscador le asaltaba la mente continuamente, a todas horas, y en sus agitados sueños conversaban como los amigos que hubieran podido llegar a ser si un fatal destino no se hubiera cruzado en su camino.


Largas charlas acerca del sentido de la vida, de El Chico, de las expectativas de futuro... de cambiar el futuro.


En su delirio todo aquello le parecía tan real que el convencimiento de que había sucedido de verdad era lo que lo había mantenido en marcha.


El Chico no era más que un pequeño fardo en sus brazos agotados, pero era una prueba viva más de que no había soñado todo lo sucedido: lo había ganado en una partida de póquer, y luego habían huido precipitadamente de la ciudad en ruinas; y habían viajado atravesando la llanura y los escarpados montes para alcanzar un sueño: una tierra prometida, un tierra que El Jugador llamaba su “Hogar”. Y entonces El Buscador les había encontrado. Aún cuando había desconfiado de él al principio, pronto se dio cuenta que aquel joven, no era como las personas con las que estaba acostumbrado a tratar. Era noble y leal y nunca había intentado jugarle una mala pasada, ni tampoco había intentado poner al niño en su contra cuando las decisiones a tomar, por su diferencia de criterio, les enfrentaban.


Es más, debía reconocer que había aprendido muchas cosas a su lado. Le echaba de menos, y sobre todo echaba de menos el alivio de compartir con él la responsabilidad de cuidar de El Chico.


Agotado, ya sin fuerzas, se dejó caer al llegar a lo alto del último promontorio.


Si El Jugador hubiera podido disponer de un último resto de fuerzas, al levantar la vista hubiera podido contemplar el sueño que les había empujado hasta allí. Una enorme extensión de color azul turquesa, brillante bajo el sol castigador, lamía las orillas de aquella desolada costa como una esperanzadora promesa de vida.


La noche se cernió sobre ellos y el frescor de la brisa despertó al niño que, asustado de la oscuridad, buscó a El Jugador para acurrucarse a su lado. El movimiento que hizo, consiguió despertar al adulto. Medio atontado aún, este no se dio cuenta de que la oscuridad se debía a un fenómeno natural y creyó por un momento que estaban de vuelta en el negro túnel por donde había desaparecido El Buscador.


Abrió de nuevo los ojos intentando escapar de aquella pesadilla, y se encontró con que la oscuridad era real. Hacía frío. La fría luz de las estrellas era el único signo de vida que podía percibir en ese momento.


Las estrellas y aquel rumor continuo y acompasado. Si no pensara que se encontraba aún muy lejos, creería que había conseguido llegar a la costa, al mar ansiado.


Pero no, aquel rumor sólo podía ser el oleaje, no había viento que pudiese imitar el compás de las olas rompiendo contra la costa.

La luna no brillaba aquella noche y no podía ofrecerle su reflejo para despejar sus dudas. Aunque la impaciencia le impedía estarse quieto y tranquilo, se obligó a permanecer allí y proteger el sueño del pequeño.

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