El Navegante meditaba en su habitáculo. Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas la una sobre la otra, la espalda erguida, y las manos sobre la vara, que descansaba sobre los muslos.
La Segunda Pastora del Círculo pidió permiso para entrar y se sentó frente a él, en plena oscuridad y adoptó la misma postura que su anfitrión.
“Navegante, esto ya lo esperábamos”. Él asintió con un imperceptible movimiento de cabeza. “Navegante, dijiste que no debíamos preocuparnos cuando pasara”. Él nuevamente asintió. “Nueva Esperanza está conmocionada. ¡Nadie hasta ahora había cometido semejante desacato! Creo que…”. El Navegante la interrumpió con un gesto de su mano y le habló: “Ve ahora, Segunda Pastora, y tranquiliza a los Ancianos, por favor. Todo saldrá bien”.
La Segunda Pastora se inclinó a modo de despedida y salió. El Navegante percibió claramente su decepción y su desconcierto por su actitud tranquila y despreocupada.
Pero al fin y al cabo, él no era más que un anciano. ¿Qué clase de milagro esperaban que llevase a cabo? Esto le hizo gracia y sonrió.
“Buscador, no andas lejos…”
Mientras tanto, el aludido, trepaba por una ladera tras haber dado esquinazo a la escolta que se había empeñado en seguirle cada vez que salía a pasear.
Cuando llegó a lo más alto de la colina, se volvió a contemplar el espectáculo. No dejaba de asombrarle la maravillosa infinitud del mar que tenía delante. Hacía ya varias semanas que caminaban por sus orillas, pero se negaba a verlo como algo cotidiano. Era más bien un prodigio, un milagro de la Naturaleza.
Por otro lado, era presa de la ansiedad. Llevaban dos días acampados en el mismo lugar y empezaba a notar cierta inquietud entre las personas que estaban a su “servicio”. No creía tener a nadie de su lado, al fin y al cabo él era el extraño. Sin embargo, no perdía la esperanza en cuanto a que, inesperadamente, surgiera algún apoyo. Confiaba en que la voluble naturaleza humana jugase esta vez a su favor.
En el tiempo que llevaban viajando, inevitablemente había establecido amistad con ciertas personas, y con otras se limitaba a la comunicación más cortés y desinteresada. Este último era el caso de Kor, a quien él tampoco le era agradable.
Había un joven acólito, Mauri, pocos años menor que el propio Unodien, que había demostrado cierta inquietud y participaba activamente en aquellas conversaciones en las que poner lo cotidiano y normal en entredicho, era un ejercicio de estilo. Le gustaba porque le recordaba su propia rebeldía. Y esperaba que fuese uno de los que se pusiese de su parte cuando las cosas se pusieran definitivamente feas. Pero ese momento aún no había llegado.
Miraba en dirección al camino recorrido, apremiando mentalmente a sus amigos para que les dieran alcance lo antes posible. No sabía cuánto tiempo más podría demorar el momento de marchar. Siguió escudriñando el horizonte en busca de señales.
La noche se echaba encima, y en el campamento todo el mundo se preguntaba dónde estaba “El Maestro”. A éste no le preocupaba la oscuridad. Estaba más a gusto sólo, en medio de la noche y expuesto a cualquier peligro e incluso se sentía más seguro, que rodeado de gente y lujos.
Él y las estrellas, solos en el mundo de nuevo. Añoraba aquel tiempo que tan lejano parecía ahora, en el que vagaba de un sitio a otro sin preocuparse de nadie excepto de sí mismo, con el cielo nocturno como tejado, y sorteando todo tipo de peligros, reales o imaginados. Pero sólo, al fin y al cabo.
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