CAPITULO XX


El Jugador y El Chico, consiguieron escapar del agujero en el que se habían metido. Cuando asomaron de nuevo la cabeza al exterior, empezaba a anochecer y ellos sabían muy bien lo que esto significaba. Volvieron apresuradamente al amasijo de hierros que les servía de escondite. Asustado y agotado, el pequeño se acurrucó en su vieja y raída manta y se quedó inmediatamente dormido. El joven, pensaba.


Aquel lugar hubiera debido estar lleno de gente, pero no había nadie. ¿Dónde se habían metido? Tal vez se habían llevado a su presa a otro lugar, pero no era lógico que se fuese todo el mundo. A no ser que la captura conllevase un rito en el que todos debieran participar. Pero, aún así, no lograba comprender que hubieran dejado su guarida sin vigilancia de ningún tipo.


A la mañana siguiente, había tomado una decisión: seguirían su camino. No podían detenerse por más tiempo y estaba claro que El Buscador no estaba allí. Le contó al pequeño su decisión y éste comprendió que no había nada más que pudiesen hacer.


Emprendieron de nuevo el camino por entre las enormes estructuras varadas en el polvo. Gigantes esqueletos de grandes barcos, que, perdida su antigua utilidad, se pudrían en la arena como último tributo a las ansias dominadoras del hombre. El cementerio de barcos era más extenso de lo que parecía y les llevó un par de días atravesarlo por completo. Viajaban tomando todo tipo de precauciones respecto de otros viajeros que pudiesen encontrar, y se resguardaban al anochecer para mantenerse ocultos a ojos indiscretos.


El Jugador procuraba no dejar huellas de su paso y borrarlas en lo posible, pero no era tarea fácil. Echaba de menos a El Buscador, más ducho en estas labores. El Chico aguantaba estoicamente las largas caminatas, sin apenas un quejido o una protesta. Era consciente del peligro, siempre presente. Y El Jugador le agradecía su discrección preocupándose a cada instante, y en la medida de lo posible, de la comodidad del pequeño.


-         ¿Qué te pasa?, preguntó El Jugador.


-         Estoy cansado, ¿podemos parar?, y le miró con cara lastimera.


Bajó la vista y miró los pies de El Chico. Hacía ya varios días que caminaba completamente descalzo. Los últimos restos de su “calzado”, unos harapos enrollados en los pies, se habían desintegrado al fin.


Cuando definitivamente consiguieron dejar atrás el cementerio de barcos, se encontraron de nuevo en una llanura y sin ningún tipo de protección. Viajaban ahora durante las horas del amanecer y del crepúsculo, cuando la intensidad del sol era menor y era más agradable la caminata. Se alimentaban de raíces que extraían del suelo y que también les proporcionaban algo de líquido para sus agotados y sedientos organismos.


El terreno por el que caminaban ahora descendía levemente hacia un valle de suaves colinas y sin vegetación alguna. La tierra era de un color grisáceo y se levantaba a cada paso que daban, creando un ambiente polvoriento. El Jugador pensó que debía ser terrible atravesar aquellos parajes en un día ventoso. Más aún que hacerlo bajo el abrasador sol y la seca y ardiente brisa, sin nada bajo lo que protegerse y ni una sola gota de agua que beber. Echó la mano al zurrón que solía llevar El Buscador y palpó la provisión de raíces que aún les quedaban e intentó calcular la ración que deberían comer ya que no sabía cuándo encontrarían más vegetación de la que poder alimentarse.

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