CAPÍTULO XIX


Todo estaba listo. Tras la última despedida y las últimas recomendaciones, el pequeño grupo echó a andar. Pero no fueron hacia la llanura de arriba como El Buscador hubiera querido. En cambio, se dirigieron hacia el fondo de la sima, hacia un lugar al que él nunca había llegado. Pronto se adentraron en un túnel iluminado por la tenue luz verde que tan familiar le resultaba ya al Buscador. Pero a diferencia del resto, este túnel estaba húmedo y una fina capa brillante recubría las paredes y el suelo. Resbaló y cayó a causa de ella y se dio cuenta sorprendido que se trataba de agua. La pared exudaba agua. ¿Hacia dónde le llevaban sus compañeros? Su natural curiosidad dejó de lado a la desconfianza. No pensó que fueran a hacerle nada malo. ¿Por qué, si no, tomarse tantas molestias con él?


Avanzó con precaución por el húmedo suelo mientras se frotaba el trasero magullado a causa del  resbalón. La comitiva que los acompañaba pronto les abandonó deseándoles toda clase de parabienes y éxitos en su nueva misión.


Aquel corredor parecía no tener fin. Admiró el trabajo y el esfuerzo que debió suponer para los constructores, excavar aquel pasadizo en la roca viva. Por fin, el resplandor verde se confundió con una claridad más azulada y sintió en la cara una corriente de aire. Eso sólo podía significar que se estaban acercando a una salida al aire libre.


Apretó el paso, impaciente por conocer lo que aguardaba al otro lado. Y lo que vio no le decepcionó. La boca del túnel se abría a un balcón natural excavado en la ladera del acantilado. Desde uno de los extremos, un estrecho sendero descendía hasta su parte inferior. Pero lo que más le maravilló fue el espectáculo que tenía justo delante de sus ojos: la inmensidad del océano, un enorme espejo verde-azulado en el que reflejaba sus rayos el espléndido sol que esa mañana reinaba en solitario en el cielo. Un cielo raso, sin rastro de nubes.


A diferencia de todo lo que él conocía o había experimentado, de todos los lugares que había visitado éste le sobrecogió especialmente. Estaba acostumbrado a ver grandes llanuras, extensiones de tierra infinitas, secas, cuarteadas, sin apenas vida y con el único movimiento del polvo en el viento. Y la visión del mar le pareció como un milagro. Pensaba que ya no quedaba agua en el mundo. ¡Por lo menos en semejante cantidad! Deseó bajar al pie del acantilado y tocar el agua, sentir su frescura; sentir el movimiento de las olas, mojarse con la espuma al romper contra las rocas. Recordó a su amigo El Jugador, no sin cierta angustia, que buscaba su hogar junto al mar. Nunca imaginó que pudiera ser tan hermoso y deseó tener un hogar al que regresar junto a aquella maravilla de la naturaleza. Notaba cómo se le humedecían los ojos, se los restregó con el dorso de la mano intentando evitar que las lágrimas corrieran por sus mejillas curtidas por el aire y el sol.

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