CAPÍTULO XVIII


Él debería unir de nuevo a la Humanidad. Él debería liderar esa transformación. Debería comenzar un nuevo camino de fraternidad y prosperidad. Debería recordarles a los hombres los antiguos valores: la fe, la constancia, la honestidad, la conciencia, la entrega a los demás y al bien común... Y desterrar todo aquello que representara la maldad, la ruindad, el odio, la venganza y la ambición.


Ellos decían que ya estaba preparado para iniciar su tarea. Pero no iría solo. Los Ancianos conocían bien el talante de los pueblos que habitaban su entorno y temían que El Buscador no llegase demasiado lejos si marchaba solo. Dispusieron que un pequeño grupo le acompañase en su viaje, para protegerle, sobre todo, y para ser sus primeros seguidores.


Esta circunstancia no le hacía ninguna gracia a El Buscador. Hubiera preferido marcharse solo, como había llegado, sin nadie que le siguiera ni comulgase a ciegas con sus palabras. Aunque mucho se temía que, en realidad, los Ancianos los enviaban para asegurarse de que cumplía con sus expectativas y que no se salía del guión que pretendían que se aprendiera. Como alma solitaria, jamás había aceptado que dirigieran sus pasos o influyesen en sus pensamientos. El tenía su propia manera de pensar; él tenía su opinión formada sobre la Historia y el momento presente y sabía perfectamente lo que quería hacer, lo que tenía que hacer de cara al futuro. Aceptaría momentáneamente la compañía de su escolta, pero a la primera oportunidad, desaparecería para poder ir en busca de sus dos compañeros desaparecidos. No le importaba tanto salvar el mundo como encontrar sanos y salvos a sus antiguos compañeros.


La búsqueda del Oráculo ya no le parecía tan importante ni decisiva para su vida como al comienzo del viaje. Ahora sabía que lo que realmente él deseaba era la compañía del joven huraño y el pequeño huérfano. Al fin y al cabo, los tres lo eran y él sentía que había establecido un vínculo tan estrecho con ellos como el que se forma entre hermanos.


El día siguiente era el fijado para la marcha. Todos los implicados se preparaban para ella y el resto se afanaba y se preocupaba por ayudar a prepararlo todo. Además, esa noche habría una cena de despedida en su honor en la que participaba toda la comunidad de Nueva Esperanza. Habría música, danzas y discursos. El Buscador se impacientaba con todos aquellos preparativos, pues no era persona que disfrutase con los halagos y los festejos, sobre todo si él era el centro de atención. Asistiría a la cena y en cuanto los vapores del vino y el ruido de la fiesta lo permitiesen, se escabulliría a su cueva a meditar y a terminar de trazar “su plan”.


A medida que se aproximaba el momento de partir, El Buscador trazaba sus planes. No sabía cuándo ni de qué manera pero buscaría la oportunidad, por ínfima que fuera, de escapar. Luego confiaba en que el destino le pusiera sobre los pasos de El Jugador y de El Chico. Hasta ese momento el destino siempre se había puesto de su lado, así que, ¿porqué no esperar que continuase siendo así?


Se preparó para asistir a la cena de despedida, para la que se estaba preparando una gran sala. Los manjares serían aportados por todas las familias que componían la comunidad. Estos alimentos eran compartidos con las otras familias más cercanas sentadas a su alrededor. Era una costumbre, decían los Ancianos, para mantener los vínculos de unión y fraternidad dentro de la comunidad. Pretendían así evitar la fragmentación de esa pequeña sociedad; evitar que los núcleos familiares se cerraran en sí mismos: la individualidad era lo que había llevado a la Humanidad a la autodestrucción.

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