Algunos días más pasaron, entretenido en largas y profundas conversaciones con el Navegante. Satisfizo su curiosidad por completo y aún más: todas sus preguntas fueron contestadas e incluso aquello que no preguntó, le fue contado. Sus ganas de saber se imponían a su propia incredulidad: incredulidad por los actos de la Humanidad, poco o nada comprensibles para su mente sencilla y sin doblez. Adquirió conocimientos de diversa índole y sobre todo, la música y la poesía – un nuevo hallazgo -, le atrajeron especialmente.
Los Ancianos le contaron la historia de la sima y de sus pobladores.
En la época en que la Gran Destrucción se completó, aquellos humanos que no perecieron se vieron obligados a lograr su supervivencia de mil maneras diferentes, siempre según las circunstancias y las posibilidades a su alcance. Algunos, permanecieron en las devastadas ciudades, entre ruinas y una creciente miseria; otros, buscaron asentamientos en lugares en los que la naturaleza aún podía proporcionar cobijo y alimentos; y otros muchos, se dedicaron a vagar por la Tierra de la Desolación en busca de cualquier oportunidad, surgiendo así los traficantes de esclavos y aquellos que llamaban “caníbales”. Era de las garras de estos últimos, de quienes le habían rescatado los Ancianos.
La comunidad que habitaba la sima, que ellos llamaban “Nueva Esperanza”, habían llegado desde diferentes lugares del mundo, congregándose en aquel reducto que la naturaleza había conservado para los más afortunados. La sima formaba parte del fondo marino, y quedó al descubierto cuando las aguas del mar retrocedieron cientos de kilómetros. El agua que contenía, poco a poco había ido desapareciendo por los cauces subterráneos y al fin, sólo habían permanecido las corrientes subterráneas ahora convertidas en los ríos que alimentaban la abundante vegetación y las necesidades de la pequeña comunidad.
Poco a poco, y con grandes esfuerzos, habían conseguido mantener alejados a los humanos más salvajes y crear una comunidad regida por los mayores en edad, por aquellos que tenían recuerdos del pasado remoto. Ateniéndose a viejas reglas de conducta, regían los Ancianos aquella comunidad. Pero leyes como la no violencia, no eximían de mantener una pequeña “fuerza” que servía para intimidar y mantener a raya a aquellos de entre los desheredados, más osados, que se atreviesen a invadir Nueva Esperanza. Con el tiempo, los “salvajes” habían dejado de intentarlo, proporcionando respiro a la comunidad que ahora podía dedicarse a crecer y a cuidar y dar cobijo a los que lo necesitasen.
Con gran esfuerzo y mucha ilusión habían construido poco a poco el laberíntico poblado que El Buscador podía explorar sin restricciones. Viviendas para familias y personas solas, lugares comunes de reunión, no faltaba de nada. Y los mayores, nunca estaban desasistidos pues siempre había una familia dispuesta a cuidar de ellos. Y los niños, correteaban por todas partes a cualquier hora, aunque disponían unas horas al día de un Maestro que les narraba historias y les transmitía de forma oral todo su saber.
Pero no todo era tan plácido. Frecuentes hundimientos obstaculizaban el trabajo de los hombres en los túneles y algunos incluso morían. Eran momentos tristes para todos, pero siendo la supervivencia de la comunidad como un todo la principal razón de su existir, pronto el duelo dejaba paso a unas renovadas ganas de continuar trabajando en el bien común.
El “Bien Común” era la máxima de sus existencias y sobre ella, construían el día a día. Pero El Buscador, algo más crítico, albergaba aún ciertas dudas sobre la pureza de las intenciones de los Ancianos. ¿No llevaría a una forma de tiranía el querer imponer a toda una civilización el punto de vista y la manera de actuar de unos pocos? ¿Acaso no era en la forma, tan parecido a otros intentos de dominación de épocas precedentes? Ahora disponía de más elementos de juicio sobre los que valorar las propuestas y premisas que recibía de los Ancianos. No pensaba, ni por un momento, dejarse manipular por ellos.
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