CAPÍTULO XII


Fresco. Brisa fresca. Abrió los ojos al rumor del agua. Una luz verdosa entraba por la ventana. Se fijó en el lugar en que se encontraba. Era una caverna de tierra apisonada. Notaba cierta humedad. Intentó levantarse pero desistió al notar un fuerte dolor de cabeza. Y recordó.


Recordó confusión en la oscuridad; recordó muchas manos y polvo flotando en el ambiente. Y recordó que el suelo se hundió bajo sus pies y cómo recibió un fuerte golpe en la cabeza y luego, la oscuridad.


Ahora, parecía ser de día pero no estaba seguro. Aquella extraña luz y aquel continuo rumor... Se volvió con dificultad de lado sobre el camastro y lentamente intentó de nuevo levantarse. La cabeza le dolía mucho pero se aguantó. Sentado ahora, miró a su alrededor. Había una mesa, una silla, unas plantas. Sobre la mesa había comida, o eso parecía. Muy despacio, se puso en pie y caminó hacia la mesa. Era fruta, no identificó de qué clase. Pero tenía hambre y se arriesgó. Además, tampoco recordaba cuándo había sido la última vez que comiera algo. Bebió de una jarra que contenía el agua más fresca y pura que había probado jamás.


Se sintió con más fuerzas para levantarse y salir. No parecía haber ningún impedimento, ni puertas cerradas, ni guardianes. Salió afuera, hacia la luz y la vista le dejó impresionado.


Un auténtico vergel, un oasis, se ofrecía a sus ojos. Infinidad de plantas caían en cascada por las paredes rocosas, exuberantes, tamizando la luz diurna confiriéndole aquel color verdoso. Un río discurría por el fondo de aquella fisura natural; cascadas, mucha vegetación y más corredores como aquel en que se hallaba, discurrían a diferentes alturas de las escarpadas paredes. Observó también que había más cuevas como aquella donde se había despertado. Pero no había rastro de otras personas. Todo estaba silencioso, excepto por el ruido que producía el agua en las cascadas.


El sitio era precioso. Un Paraíso soñado. Tras haber deambulado durante años por una tierra desértica y sin apenas saber lo que era el agua, aquel exceso que ahora contemplaba casi le aturdía. El agua se elevaba pulverizada por la fuerza con que golpeaba contra las rocas al caer, y proporcionaba el ambiente ideal de humedad para que la vegetación prosperase. También el ruido que producía al chocar contra las rocas del fondo le abrumaba, y retumbaba en su todavía dolorida cabeza.


Pero, ¿dónde se encontraba? ¿Qué sitio era aquel?


Pensó que despertaría de un momento a otro para encontrarse que todo había sido un hermoso sueño. Era imposible que existiese un lugar así en la Tierra de la Desolación.


En su cabeza comenzó a abrirse paso un vago recuerdo de algo o de alguien. Una voz en su interior dijo “...los Ancianos...” y recordó el Oráculo; recordó un extraño viaje que le había llevado a recorrer una tierra salvaje y desolada; recordó unos compañeros de viaje: un niño y un joven huraño y desconfiado. ¿Qué habría sido de ellos? ¿Estarían prisioneros como él o, por el contrario, habrían conseguido burlar a aquellos que lo habían capturado?


Se ocuparía de ellos más adelante, cuando fuera capaz de cuidar de sí mismo. Además, estaba seguro de que el joven huraño sabría cómo proteger al niño y a sí mismo de cualquier peligro que les amenazase.


Pero ahora, tenía que ocuparse de otros asuntos.

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