CAPÍTULO XI


El Chico y El Jugador pasaron el día escondidos en una de las oxidadas estructuras. Estas estaban parcialmente ladeadas, ya que su base no era plana. El interior estaba formado por pequeños cubículos; los corredores eran estrechos y algunas escaleras estaban tan deterioradas que con solo poner el pie en los escalones, estos desaparecían, convertidos en polvo.


Pasaron el día sin moverse demasiado, sin hablar apenas, observando el exterior. Nadie salió ni entró por donde suponían que estaba la guarida de los merodeadores. Después del mediodía, El Jugador decidió poner en práctica su plan: buscaría el lugar por donde desapareció El Buscador e intentaría rescatarlo. En su plan, el niño debería permanecer oculto entre los amasijos de hierro. Él le suplicó que lo llevara con él. “¡No puedes dejarme solo aquí! ¡Me encontrarán y no podré defenderme!”, lloriqueó. Evaluando los pros y los contras, el sentido común le decía que debía ir solo, pero finalmente no se atrevió a dejar al chico solo.


“Yo entraré primero. Si me capturan, vuelve aquí corriendo, escóndete y viaja durante el día. Ahora sé que sólo salen de noche. Busca un buen escondite para pasar las noches y viaja siempre de día”. El Jugador le hablaba seriamente, mirándole a la cara de frente, mientras le sujetaba por los hombros. “¿Has entendido?” El pequeño asintió con la cabeza y articuló un imperceptible “Sí”.


Se dirigieron juntos a la trampa. Las huellas de la noche anterior aún eran visibles en el polvo. Arrodillándose en el suelo, buscaron a tientas hasta encontrar una ranura, una trampa de madera que El Jugador levantó sigilosamente. Sin pensarlo dos veces, se introdujo por ella, deseando que no hubiera nadie esperándole allí. Se agazapó en el suelo y esperó. Ningún ruido. Se incorporó y levantó la trampa nuevamente para dejar pasar al pequeño. Se quedaron quietos, escuchando. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, pudieron ver que se hallaban en una especie de sala circular, de la que partía un estrecho corredor. Se aventuraron por él, cogidos de la mano.


No se escuchaba ningún rumor, ningún ruido. Ahora el corredor descendía suavemente, abriéndose cada pocos metros en pequeñas salas similares a la de la entrada y en las que se amontonaban todo tipo de cosas pertenecientes, sin duda, a incautos viajeros, pensó El Jugador.


Todo estaba extrañamente desierto y silencioso y eso no le gustó nada al Jugador. Había esperado encontrar algún tipo de resistencia. Ya suponía que no sería fácil arrancar de las garras de los merodeadores un botín tan preciado como El Buscador, joven y fuerte, y perfecto para venderlo como esclavo.


El corredor bruscamente, llegó a su fin. Se dieron de bruces contra la pared.


"¡Piensa, piensa! ¡Y deprisa!", se decía El Jugador. “He debido pasar algo por alto. Habrá que recorrer de nuevo el túnel y buscar minuciosamente. ¡Ha de haber una salida!.” Temblaba pensando que en cualquier momento se les pudieran echar encima.


Le dijo al chico en voz muy baja que debían retroceder, buscando cualquier señal que indicase otro corredor u otra salida. Le recordó asimismo, que no debían hacer mucho ruido para no alertar a los habitantes de aquella especie de madriguera. Rastrearían paredes y suelo, a gatas si fuera preciso pues la escasa iluminación del corredor contribuía a hacerlos completamente ciegos a cualquier indicio.


A tientas, fueron recorriendo palmo a palmo y en sentido contrario el corredor, conscientes de que el tiempo se les echaba encima. No podía saber qué hora era exactamente, pero calculaba que empezaba a anochecer. Se acercaba la hora peligrosa. Intentaba calmarse a sí mismo, para no contagiar el incipiente pánico que empezaba a apoderarse de él al chico. Pero también este era consciente de su peligrosa situación.


¡Estaban atrapados!

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