CAPÍTULO X


Era de noche en la llanura. Una noche clara, de luna llena. Tres figuras avanzaban resueltamente, atravesándola. Enormes esqueletos herrumbrosos, proyectaban a veces sus sombras contra el suelo. No se acercaban mucho a ellos por temor a que fueran una trampa.


Ahora era El Buscador quien llevaba la delantera, indicando a sus compañeros el mejor camino a seguir. Escudriñaba el polvo en busca de huellas o de otros rastros que pudieran darle indicios acerca de otros viajeros o grupos que hubieran podido pasar antes que ellos por allí. Si algo le parecía sospechoso, hacía retroceder a sus compañeros por el mismo camino y procuraba, en la medida de los posible, borrar sus propias huellas.


El Buscador se detuvo. Los rastros se habían vuelto confusos de repente. Había muchas huellas de pisadas que daban vueltas en círculos y que se pisaban unas a otras, varias veces, como si hubieran estado dando vueltas alrededor de algo o alguien.


Por precaución, el niño y El Jugador le seguían a unos metros de distancia, y se habían quedado medio escondidos entre el polvo y las sombras. Se levantó un viento frío y el niño se apretó contra El Jugador, que no lo rechazó, estremecido por el frío.


El Buscador, que había permanecido agachado mientras examinaba las huellas, se incorporó y camino hacía el centro del círculo. Sin previo aviso, unas sombras surgieron del polvo envolviendo al Buscador y desapareciendo nuevamente entre el polvo, dejando estupefacto a El Jugador, que apenas si entendió lo que sus ojos acababan de ver.


El polvo se fue asentando lentamente, dejando ver únicamente la noche clara, fría, de luna llena.


Los dos supervivientes permanecieron el resto de la noche agazapados, el uno contra el otro, sin moverse. El Jugador no era especialmente miedoso, pero la forma en que todo se había desarrollado, la rapidez con que todo había transcurrido, lo había dejado confuso y sin un plan de acción. Siendo jugador como era, veía claramente que esto cambiaba sus opciones: se le planteaba el dilema de si intentar un rescate, o presumir que El Buscador estaba muerto y continuar la marcha.


Su instinto de conservación le impulsaba a marcharse sin más, pero la mirada interrogadora del pequeño y un presentimiento que le roía sin cesar, le decían que aún había esperanzas de encontrarlo vivo. ¿Pero qué podía hacer él?


Sus batallas las libraba en otro terreno y además, ¿qué ayuda podía prestarle un niño de seis años contra un grupo de adultos embrutecidos?


El alba tal vez trajera respuestas a estas preguntas y nuevas preguntas, también.


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