La llanura que se extendía desde el pie de las montañas hasta perderse en la línea del horizonte, formaba parte de lo que doscientos años antes se hubiera llamado “plataforma continental”. El cambio climático, la degradación y la erosión del terreno, habían contribuido a desecar y hacer retroceder la línea de la costa varios cientos de kilómetros. Aún podían verse, medio enterradas en el polvo, viejas estructuras cuya utilidad resultaba incomprensible para los habitantes actuales de la Tierra de la Desolación: ciclópeos muros compuestos de rocas talladas por la mano del hombre. Herrumbrosos esqueletos se desparramaban por doquier, tristes señales de un abandono inexorable.
El Buscador observaba con ojo experto aquello que se ofrecía a su vista. Comprobó que la llanura no era uniforme, que descendía en imperceptible pendiente a medida que se alejaba hacia el Este y que profundas quebradas la surcaban como las arrugas en la piel de los ancianos. Hasta donde su vista alcanzaba, registraba en su memoria todos aquellos accidentes que podrían servirles como refugio o que deberían evitar. No eran visibles, si los había, ningún grupo de merodeadores, pero aún así, habían decidido viajar de noche. Teniendo en cuenta el abrasador sol que les esperaba, era la mejor opción. Pero una noche de luna llena podría ser tan peligrosa como viajar a plena luz del día. Si quería alcanzar el éxito en su misión, debería ser precavido.
Continuaron el descenso por los últimos tramos de ladera. El Chico casi lamentaba dejar las montañas, pues le parecían más acogedoras y seguras. Aquella vasta extensión de tierra, le producía escalofríos. Y aunque los dos adultos intentaban convencerle de que en la montaña habían estado más expuestos a ser atacados, él no podía dejar de tener un extraño presentimiento (tenía miedo, pero intentaba disimularlo.) No quería convertirse nuevamente en el preciado bocado de otra panda de salvajes.
Sólo tenía seis años y pronto había tenido que valerse por sí mismo. No recordaba a su familia ni haber tenido algo llamado “hogar”. El Jugador decía que el hogar era un sitio donde uno se sentía seguro, donde vivían otras personas que se preocupaban por ti y te demostraban afecto. Él no recordaba un sitio así. Lo único que recordaba eran los duros días pasados recolectando objetos y restos, que luego cambiaría por comida u otros objetos; escondiéndose cuando veía aparecer a los merodeadores. Así, hasta que un día no pudo escapar a tiempo: uno de sus clientes habituales se dejó sobornar y permitió que fuese capturado.
El Buscador lo llamó. Se había quedado un poquito rezagado, ensimismado en sus pensamientos, y ya le habían advertido que no debía separarse de ellos.
Se aproximaron a los viejos muros que no pudieron dejar de admirar, tan enormes y perfectos, preguntándose cuál habría sido su utilidad. Eran impresionantes los enormes bloques de piedra, tan perfectamente cincelados por la mano del hombre, con alguna técnica ahora desconocida. Fueran lo que fueran o para lo que sirvieran, habían perdurado durante cientos de años, aunque sólo para recordar a los pobladores de este mundo que, siglos atrás, se vivió de otra manera.
El Buscador había contado viejas historias, de esas que se cuentan alrededor de un fuego en las noches frías y oscuras; historias que le habían sido contadas a su vez; historias que los Ancianos tenían por ciertas, por reveladoras, y que, finalmente, eran las que le habían empujado a iniciar la búsqueda de la clave que conduciría a la Humanidad a un mañana mejor.
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