“¿Qué buscas?”, le preguntó bruscamente El Jugador. El Chico hacía un rato que se había dormido, acurrucado entre los dos. “Un oráculo”, respondió. “Pero no sé cuándo ni dónde lo encontraré, ni bajo que forma se manifestará. Sólo sé que he de fiarme de mi instinto, dejarme guiar por él y al final del camino, lo hallaré. Al menos, eso dijeron los ancianos. He de hacerle una pregunta, la pregunta que salvará al mundo”. El Jugador mostró su incredulidad. Para él esas historias de escurridizos oráculos y misteriosas preguntas que salvan mundos, no eran más que cuentos para niños, y así lo expresó. “No me extraña que le caigas tan bien al chico, eres un gran embaucador.” Tanto peor para ti, pensó El Buscador. “¿No hay nada en lo que tú creas? ¿Una esperanza en un futuro mejor? Yo no quiero vivir siempre así, vagando sin descanso, sin hogar, comiendo roedores. ¡Me gustaría que El Chico creciera con su familia! Por cierto, ¿dónde está? ¿Le llevas con ella?” “No tiene a nadie.” “No es cierto, nos tiene a nosotros.” “Yo no soy su niñera, sólo lleva el mismo camino que yo.” “Entonces no tiene sentido que lo salvaras y lo trajeras contigo. ¿Dónde le dejarás si, como has dicho, no tiene familia?” “Encontraré a alguien.”
El Jugador le dio la espalda manifestando así su deseo de no continuar la conversación. El Buscador estaba estupefacto. Le parecía que El Jugador pretendía ser una persona de corazón duro, sin embargo creía advertir que sólo era la corteza exterior, la defensa contra el dolor y la vulnerabilidad de los sentimientos humanos. Debía tener algunos años más que él y, ciertamente, una vida nada fácil a sus espaldas. Pero eso era moneda corriente en los tiempos que vivían. La mayoría había perdido a su familia a temprana edad y se había visto obligado a sobrevivir en condiciones muy duras. El ingenio se aguza y el corazón se endurece en semejantes condiciones, e incluso la crueldad puede llegar a tener cierta justificación. Sobre todo si se trata de proteger la propia vida.
El Buscador intentó dormirse también. La situación no dejaba de ser un poco incómoda, pero más para El Jugador que para él mismo. Dejaría que los acontecimientos marcasen el día a día de sus relaciones con él. Al día siguiente con toda seguridad, dejarían atrás por fin el alto puerto de montaña y comenzarían a descender por el otro lado, hacia cotas más cálidas. No sabía qué aspecto tendría el paisaje, pero no sería muy diferente del que habían dejado atrás. Pensaba que pocas sorpresas le aguardaban en su vida. Y eso que había aceptado hacer un viaje a través de la Tierra de la Desolación que no estaría exento de aventuras, emociones y alguna que otra decepción. Sin olvidarse de los peligros que continuamente acechan en cualquier parte. Pero con el peligro ya estaba acostumbrado a convivir.
Arropó al chiquillo con el harapo que le servía de manta y cerró los ojos, intentando no darle más vueltas a la cabeza. La luz del alba traería como siempre la esperanza del nuevo día, como a él le gustaba pensar. En eso era más positivo que su arisco compañero de viaje.
El Jugador no dormía en absoluto, pero se negaba a seguir una conversación en la que no tuviera todas las bazas controladas. Él se ganaba la vida jugando y en eso era el mejor. Esta situación, que en parte él había creado, le había colocado en una partida en la que no controlaba ni la mano ni a sus oponentes. No terminaba de creerse la historia que aquel joven de rubios cabellos y risueña mirada se obstinaba en contarle una y otra vez. Y además le fastidiaba que el chaval le hubiera tomado cariño, pero reconocía que en eso el otro le llevaba ventaja. Él no era especialmente cariñoso y, habiendo crecido completamente solo, no estaba acostumbrado a relacionarse con otras personas fuera del ámbito de una partida. No sabía dar afecto, porque tampoco lo había recibido. Pero, sin embargo, observaba en su rival un rasgo que no había visto en aquellos a los que estaba acostumbrado a tratar. Esa característica, nueva para él y que le provocaba desconfianza, era una cierta inocencia en la mirada y su eterna sonrisa. Experto en escudriñar fisonomías y en descubrir el engaño en la mirada de los otros, no veía en la dEl Buscador astucia o mala intención. Y eso le desorientaba, pues su tendencia natural era desconfiada. Pero no podía negar que tarde o temprano, tendría que vencer esa desconfianza y aceptar que El Buscador decía la verdad.
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