Hacía dos días que caminaban por el paso de montaña, ganando altura, y la temperatura cada vez era más baja. No llevaban mucha ropa ni buen calzado con lo que protegerse del frío por lo que debían caminar sólo durante las horas centrales del día y buscar un refugio donde pasar el resto del tiempo. Por fortuna, El Jugador conocía el camino y sabía dónde hallar un abrigo o una oquedad en la que apiñarse los tres, y darse calor mutuamente, para soportar mejor los rigores de la noche.
El Buscador no sabía hacia dónde se dirigían, pero tampoco le preocupaba. Sabía que aunque lo hubiera preguntado, El Jugador no compartiría con él la información. Si su instinto no le engañaba, el destino del niño y dEl Jugador coincidiría con el suyo. Y si no era así, los dejaría y seguiría su camino solo.
La formación de la marcha era siempre igual: El Jugador delante, abriendo paso; luego El Chico y, por último, El Buscador. Prefería ir el último para poder observar al guía: su manera de caminar, la parquedad de gestos y palabras – casi gruñidos -; no se detenía ni un solo momento para comprobar si su pequeña compañía le seguía o no. Parecía estar seguro en todo momento, de que ninguno se quedaba atrás. De todas formas, el estado de su humor empeoraba de día en día. Se había encontrado a gusto con El Chico mientras estuvieron a solas, pero la aparición dEl Buscador y la simpatía que parecía sentir el pequeño por él, hicieron aparecer unos inesperados celos. Él, que siempre había sido un solitario y se había jactado de serlo, empezaba a apreciar la compañía de sus semejantes, y el, en un principio, instinto protector que le hizo salvar al chico, se transformó en un sentimiento especial que jamás antes había sentido: Afecto. Pero seguía siendo una persona dura y reacia a manifestar sus sentimientos y eso le provocaba mal humor.
El Buscador intuía esto y le parecían divertidos los esfuerzos que el otro hacía por disimularlos. Habría que darle un poco de tiempo.
La etapa del día había terminado y El Buscador estaba preparando unos lazos, era bastante buen cazador, y aunque no hubiera grandes animales que cazar – prácticamente no había animales -, no descartaba la posibilidad de atrapar algún pequeño animal. El Jugador le observaba en silencio, era escéptico en cuanto al éxito de la cacería, pero se abstuvo de hacer comentarios pues su estómago le reclamaba algo más que hierbas y pequeños frutos, que era lo único que hasta el momento habían conseguido encontrar en su camino. El Chico era más curioso y le estaba preguntado al Buscador quién le había enseñado a cazar. “Alguien que conocí hace mucho tiempo me enseñó, dijo, y me ha mantenido vivo hasta ahora. Si quieres, te puedo enseñar.” Y le dirigió una sonrisa que el niño correspondió. “¿Puedo acompañarte a poner las trampas?” El Buscador asintió y marcharon juntos. “Mira, no tenemos un cebo adecuado pero estos frutos podrían servir... Así.” Manipuló el lazo de manera que quedara disimulado entre los arbustos y, en el centro, colocó el cebo. “Cuando el animalito pase por aquí y pretenda llevarse el premio...¡zas! El lazo se cerrará alrededor de su cuello y lo asfixiará, ¡y nosotros tendremos cena!” “Es cruel.” “Lo sé, chico. Pero hay que sobrevivir y esta es la única manera.”
Volvieron junto al Jugador y la pequeña hoguera que éste había encendido. “Por si hay suerte...”, dijo. Se apiñaron los tres en torno a ella para calentarse. Ambos hombres estaban muy cerca uno de otro y no pudieron evitar mirarse a la cara. El Buscador sonreía y El Jugador le miraba ceñudo, como siempre. Se mantuvieron así unos minutos, mirándose por encima de las llamas de la pequeña hoguera, hasta que el fino oído dEl Buscador le anunció que algo había quedado atrapado en la trampa. La noche casi había caído, pero su vista estaba acostumbrada a la negrura de la noche y no le costó mucho encontrarla. Con precaución se acercó y comprobó que un pequeño roedor, hambriento, no había podido resistir la tentación de comerse aquellos deliciosos frutos. Y ahora él mismo iba a servir de cena a tres hambrientos peregrinos. No era muy grande, pero sería un cambio en la estricta dieta vegetal que habían estado llevando. El Buscador, más experto, despellejó y asó al pequeño animal y, tanto El Jugador como el pequeño, vencieron su inicial repugnancia cuando olfatearon el aroma de la carne asada. Los tres comieron en silencio aquel “exquisito” bocado.
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