CAPÍTULO V


 Un grito desgarró la noche, alertando a los dos hombres que se acechaban amparados en la  oscuridad nocturna. El Chico se despertó asustado aún por el sueño que acababa de tener. Ninguno de los dos se decidió a dejarse ver el primero, ninguno quería revelar al otro dónde se encontraba. Hasta que una figurita medio llorosa se dejó ver en la entrada del refugio. El Buscador se arriesgó, sería una buena baza para él ganarse la confianza del chiquillo. Corrió hacia él y arrodillándose frente a él, le dirigió una comprensiva y afectuosa mirada y le preguntó cuál era la causa de su desasosiego. Inmediatamente, el pequeño sintió confianza en aquel extraño que se preocupaba por su bienestar. El Jugador no había sido muy cariñoso en todo el tiempo que llevaban juntos, aunque sí se había preocupado de procurarle un lecho donde dormir y había compartido su comida con él.


 “Yo corría por una playa en la que la brisa y las olas se aliaban contra mí. Las olas se curvaban en grandes óvalos y rompían prácticamente a mis pies, como queriendo impedir continuar mi carrera. Yo corría hacia delante, mirándome los pies – me gustaba mirar mis pies, pisando la arena alternativamente uno tras del otro, obedientes y predecibles-. Nadie me perseguía... Pero no, me equivocaba. Un hombre joven miraba en la dirección en que yo corría, desde el otro lado de la playa. No podía distinguir su cara, pero sentía su mirada traspasándome. Podía sentir sus ojos penetrantes en mi nuca. Experimenté una creciente sensación de miedo, de terror. Su voz llegó hasta mí, grave, acariciadora. Y aunque no podía entender sus palabras, el tono de su voz me tranquilizó.


Dejé de correr y me quedé mirando el acantilado que tenía ante mí. La voz me dijo que podía treparlo. No lo dudé. Me agarré a rocas y raíces y comencé a subir, arriba y más arriba... Posé una de mis manos en una roca que sobresalía del resto, pensando que era un buen agarre, y entonces caí. Metros y metros, girando sobre mí mismo, abajo y más abajo, en un pozo negro, más negro que la noche. ¡Frío, húmedo, pleno de carcajadas y murmullos truculentos! ¡Nooooo!....”


El Buscador jamás había visto una playa y no entendía qué era una ola, pero comprendió el miedo que sentía el niño, conocía los terrores nocturnos infundidos por miedos que, conscientemente, no hubiera admitido tener. Lo abrazó, en un gesto protector, al tiempo que se encaraba con El Jugador. No negó que los había estado siguiendo, pero sólo porque llevaban el mismo camino. ¿Hacia dónde?, inquirió El Jugador. Dirección Este, explicó, en peregrinación. Buscaba la solución a un  enigma y esa era la razón de su viaje. Los ancianos le habían enviado a buscar algo que tal vez ya no fuese posible encontrar. Había caminado muchos soles, se había escondido y  acechado en las afueras de la ciudad en ruinas y había sido testigo de su huída. Él sólo seguía a su instinto y por eso estaba allí. ¿Por qué estaban ellos?


El Jugador fue reacio a exponer sus verdaderos motivos, pero El Chico intervino en la conversación diciendo que habían huido para salvar la vida y refirió el episodio de la partida de cartas. Y ahora estaban de camino a ninguna parte con ninguna meta en concreto que perseguir. ¿Por qué no viajaban juntos?, sería más seguro. Él se sentía más seguro con dos adultos que cuidasen, aunque relativamente, de él. Los dos hombres se evaluaron mutuamente. El aspecto desaliñado de uno y el inescrutable del otro, les hubiera dado el aspecto de pareja cómica en otras circunstancias. El Jugador aceptó que se quedara con ellos, pero le recalcó que mantuviera las distancias. No quería ningún trato amistoso con él y El Buscador comprendió que no confiara en él. Todavía.

No hay comentarios:

Publicar un comentario