El Jugador siempre llevaba un objeto brillante en su mano izquierda.
Era un pedazo de metal aplastado y de forma circular. Le gustaba hacerlo girar al tiempo que lo lanzaba al aire y se entretenía durante horas enteras moviéndolo entre sus dedos. El Jugador se codeaba con gente que se aprovechaba de la miseria o la mala suerte de los demás. Vivía peligrosamente porque no les temía y no los respetaba. Para él sólo eran individuos a los que robar, con más o menos estilo, lo que ellos conseguían por medio de la extorsión y el asesinato. Eran tiempos duros y no había hueco en él para la compasión. Se trataba simplemente de sobrevivir en un mundo hostil. El clima era hostil, la gente era hostil – algunos por autoprotección -, y se habían olvidado las reglas de la hospitalidad, la amistad o simplemente, las de la buena educación. Eso le hacía sonreír. A su manera, era un filósofo. Pero no tenía ni la más remota idea de dónde le venían esas reflexiones. Suponía que las largas horas observando a sus contrincantes, le habían agudizado el entendimiento. Porque la observación era su arma más poderosa. El conocimiento que había ido adquiriendo de la naturaleza humana de las gentes con las que se veía obligado a convivir, le había dotado de ese instinto especial que te avisa en situaciones de peligro. Pero no confiaba en nadie, ni siquiera en aquellos de los cuales su instinto le decía que podían ser buenas personas. Le iba la vida en ello.
El Jugador estaba inmerso en una partida. Pero no era una partida corriente. El premio era la vida de una víctima propiciatoria. Las rapiñas de la noche anterior se habían saldado sin botín. Y como no había nada que llevarse a la boca – los animales domésticos, perros, gatos e incluso roedores habían desaparecido hacía tiempo – el chiquillo que ahora se revolvía en un rincón, era el ansiado pedazo de carne que serviría para el festín de la noche. No tendría más de seis años, pero había nacido en un mundo cruel y no se resignaba a dejarse matar. Daba puntapiés y escupía a todo aquel que osaba acercarse. El Jugador no lo había mirado ni una sola vez, su intención era, por principio, ganar la partida fuera el que fuese el premio. Pero había más participantes y todos ellos deseaban ser los ganadores. No es que al Jugador le asaltasen sentimientos humanitarios, podía ser tanto o más duro que aquellos a los que se enfrentaba. Simplemente, le repugnaba el olor de la carne humana asada. No creía hacerle favor alguno al chico si él ganaba, lo más probable es que cayera prisionero en cualquier otra incursión, pero al menos tendría otra oportunidad de sobrevivir, aunque por tiempo incierto.
Prestó toda su atención al juego, una discusión estaba a punto de estallar al confirmarse las sospechas de que uno de los jugadores estaba haciendo trampas. Los demás se le echaron encima: no eran amantes del juego limpio pero no podían consentir las trampas cuando el que las hacía era otro. Esta paradoja se explica bien desde la premisa de que el fin es la supervivencia y la preeminencia sobre los demás. El Jugador se mantuvo al margen de la discusión y esperó pacientemente a que, una vez expulsado el tramposo, se reanudase la partida de nuevo. Las probabilidades habían aumentado para todos. Sólo el más listo o el más sutil - todos hacían trampas – podría degustar esa noche un rico y tierno bocado. El Jugador, gesto adusto, mirada impasible, y cuyo rostro inescrutable se concentraba en las cartas, miraba de reojo a sus adversarios. Alguno estaba nervioso, impaciente por la promesa de la victoria; otros manoseaban sus cartas sin cesar, como si eso las convirtiera en mejores; y otro, algo más tranquilo aunque solo en apariencia, tamborileaba con sus dedos sobre la mesa con ritmo monótono. Si esto ponía nervioso al Jugador, éste no lo demostraba. Era capaz de aislarse de los ruidos externos y fijar su atención en lo esencial. Ahí radicaba gran parte de su éxito.
Otro de los jugadores perdió sus opciones, pero no se levantó de la mesa voluntariamente y fue echado a patadas por los espectadores apiñados alrededor de la mesa. Nuevamente, hubo que esperar a que el tumulto se apaciguase para continuar. Sólo quedaban cuatro jugadores. La situación se ponía tensa, los mirones guardaron silencio mientras el que tamborileaba con sus dedos sobre la mesa no aguantaba mas los nervios. Sacó un cuchillo de su manga y se abalanzó sobre el individuo que se sentaba a su izquierda. Los dos rodaron por el suelo entre gritos y patadas, hasta que uno de los dos quedó tendido en el suelo, herido de muerte por una puñalada en el corazón. Durante la refriega, el propio asaltante había resultado muerto. Solucionado el problema, la partida podía continuar. El Jugador, enfrentado ahora a los que consideraba menos hábiles, no por ello bajó la guardia ni se confió. La partida no estaría ganada hasta que la última carta estuviera boca arriba sobre la mesa.
Llegado el momento de la verdad, los últimos tres supervivientes de la azarosa partida de aquella noche, pusieron sus cartas sobre la mesa. No habría duda posible. Lo que aquellos naipes mostrasen sería el desenlace definitivo, el resultado que debería ser aceptado y respetado por todos y que le daría al ganador la satisfacción de marcharse con su premio y hacer con él lo que todos esperaban: convidar a toda aquella turba de maleantes a la mejor cena que habrían tenido en toda su malhadada existencia.
El murmullo que recorrió la mesa no fue de sorpresa ni de asombro, sino de hastío y fatalidad. El Jugador había vuelto a ganar y así, se esfumaban las visiones culinarias que todos ellos habían mantenido durante unas horas. Porque todos sabían que El Jugador no se comería al chiquillo. No podían permitir que se saliera con la suya habiendo tanta gente hambrienta, así que por una vez rompieron su única regla: no violar el veredicto de ganador. No estaba premeditado de antemano pero, como un único ente, todos reaccionaron al mismo tiempo convirtiéndose en brazo ejecutor. El Jugador, que había aprovechado esos valiosos segundos, se alejaba ya con un fardo sobre el hombro. Ni se había tomado la molestia de desatar al chico, no había tiempo. Había intuido lo que se avecinaba y se aprestó a correr.
Afortunadamente, a veces, la desgracia se alía con los desheredados proporcionándoles una salvación que ya no creían que existiera para ellos. Oculta en aquellas ruinas, existía toda una red de refugios y pasadizos que llevarían al Jugador y a su ganancia muy lejos de las garras hambrientas de la chusma encolerizada, y tanto más frustrada al ver que su cena se escurría y desaparecía para siempre.
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