Debes visitar al oráculo, le dijeron. Y él emprendió su viaje en busca del oráculo. Debes hacerle la pregunta, le indicaron. Y él comprendió que la pregunta era el motivo de su viaje. Tenía pocos años pero los suficientes para comprender que algo no estaba bien. El mundo que él conocía, no estaba bien. Los ancianos, los más ancianos, contaban viejas historias acerca de una vida diferente llena de color, de sonidos –algo que llamaron música-, de máquinas de todo tipo que hacían la existencia más llevadera. Pero pocos de ellos recordaban en realidad. Se transmitían unos a otros los recuerdos de una generación pasada, ya extinta. Ahora el mundo sólo era polvo y sol abrasador. No quedaban bosques, ríos caudalosos o lagos en los que refrescarse y descansar de las labores diarias.
Él comenzó su viaje en busca de un oráculo que, por lo que dedujo, muy bien podía no existir. Nadie le aseguró que aún hubiera un oráculo al que consultar. Pero la esperanza de encontrar alguien a quién hacerle la gran pregunta le motivó. Y después de todo, ¿qué otra cosa tenía que hacer? Su vida transcurría en los caminos polvorientos, de pueblo en pueblo, intercambiando trabajo por comida y cobijo en las noches frías o tormentosas. Porque a él, le gustaba dormir al raso. No temía a las alimañas más que a las fieras humanas y de todas formas, no quedaban tampoco alimañas que pudieran dañarle mientras dormía. De las personas, de aquellas que pudieran perjudicarle, se había guardado bastante bien hasta ahora.
La pregunta le preocupaba. Los ancianos le dijeron que surgiría por sí misma. Cuando llegues ante el oráculo, la pregunta estará allí, en tu mente, le aseguraron. Tú sabrás encontrar el camino y la pregunta se abrirá paso en tu cabeza, le adoctrinaron. Ten fe. Tú nos salvarás a todos.
Desconfiaba de los ancianos. Pero no tenía nada más, ningún otro motivo que le moviera más allá del siguiente pueblo. La búsqueda, incierta, le atraía como si él fuera el polo opuesto del imán.
Nadie salió a despedirle o a desearle buena suerte en la búsqueda. Aunque fuese denominado como su salvador, pensaban que no tenía ninguna oportunidad. No creían en el éxito de la empresa. No le importó. Se fue con las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Nada había tenido antes y nada tenía ahora. Sin equipaje, sin lastres, sin recuerdos. Él mismo era toda su posesión: sus pies descalzos, su pelo rubio y desgreñado, su piel curtida por los elementos. A pesar de su juventud, tenía la mirada de quien ha visto muchos ocasos y muchos amaneceres, la mirada de quien sin importarle lo que dejaba atrás, observaba y no juzgaba, creando así su propio pensamiento sin dejarse influir o manipular por las opiniones de terceros.
Se tomaría esta misión como se tomaba su vida diaria: un transcurrir, sin prisa, sin fecha fija. Con una meta – el oráculo – pero sin prisa.
El árido valle bajaba hacia una llanura tan desértica como todo lo que llevaba recorrido hasta ahora. Después de haber atravesado una meseta tan calcinada como los huesos blanquecinos que encontraba por doquier, se dirigía a un pueblo que se divisaba a lo lejos. Un buen sitio como cualquier otro para procurarse alimento. Siempre había cosas que hacer a cambio de un plato de lo que fuese, siempre que fuera comestible. No era especialmente remilgado, vivir a la intemperie te cura de muchas cursilerías, pero lo único que no soportaba eran los insectos. Salteados, fritos, hervidos, daba igual. Era cuestión de principios no comer insectos. Establecida esa premisa, cualquier otro alimento era bienvenido y bien aprovechado.
Cuanto más se acercaba se daba cuenta de que lo que parecía ser un pequeño pueblo – como tantos otros en los que había estado – en realidad se trataba de algo más grande. Un pequeño suburbio de lo que en otro tiempo debió ser una gran ciudad. Ya no quedaban grandes edificios en pie, pero el esqueleto de vigas y muros de hormigón aún permanecía visible. No le causó buena impresión y maldijo su suerte. En un sitio así hay poco trabajo y aún menos comida. Pero no había ningún otro sitio al que ir. Tomó precauciones para no ser visto, prefería ser desconfiado con la gente. Pasaría la noche en el campo y entraría en la ciudad por la mañana.
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