Dos enormes peñas señalan lo que en otro tiempo fue el Reino de los Mallos. Hoy, es un reino olvidado.
Traspasando esas dos enormes peñas, se abre, cual muralla, un circo de enormes dimensiones, que sobrecoge por su tamaño y espectacularidad.
Cuentan las leyendas que un enorme dragón guardaba aquellas puertas, al cual las buenas gentes del Reino no temían. Aún permanece allí, dormido al pie de una peña cercana.
La historia de aquel reino fue como la de tantos otros. Un reino tranquilo y próspero, en el que la gente vivía bien y en paz, sirviendo a los señores del reino sin grandes sacrificios.
Como pasa en todas las historias, y también en la vida real, la ambición y la codicia pusieron su punto de mira en aquel rico reino.
Las peñas ofrecían una protección natural y le hacían parecer inexpugnable. Además, el dragón que guardaba sus accesos, hacía desistir a todos aquellos que se aproximaban con intenciones belicosas.
Sin embargo, la maldad siempre encuentra caminos y vericuetos por los que colarse en la vida y en la historia.
Un enorme ejército se presentó ante las inexpugnables murallas naturales y por dos veces fue batido por el dragón. Pronto fue evidente que había que alejar de allí al dragón si querían tener opciones de victoria.
Pero no era empresa fácil, pues la misión de aquel fiel guardián consistía en defender las puertas del Reino. Allí y no en otro lugar se librarían las batallas.
Los Señores del Reino observaban, preocupados, los negros tiempos que se avecinaban. Confiaban plenamente en su sistema defensivo, pero bien sabían que la naturaleza humana siempre busca, y a veces encuentra, la manera de superar lo infranqueable.
El momento de librar la terrible batalla se aproximaba y no había manera de evitarla. Las defensas se aprestaron; los habitantes del Reino ocuparon sus lugares; el dragón, vigilante, parecía más amenazador que nunca.
Las huestes enemigas llegaron, pero su estrategia no parecía encaminarlas hacia las puertas del Reino y hacia el dragón, sino que, recorrieron las extensas murallas, desconcertando así a los defensores. El dragón permanecía impasible, esperando que algún atacante osara acercarse a él. Pero esto no sucedió.
Se distribuyeron a lo largo de la muralla, de modo que no permitieron un momento de respiro a los defensores. Dirigían ataques esporádicos contra algún punto determinado, se retiraban rápidamente y volvían a hacer lo mismo en otro sitio, sometiendo así a los defensores a un continuo desgaste de fuerzas y municiones. Pero la moral seguía alta. La fe ciega en sus Señores y la confianza que tenían en la fuerza del dragón, les hacía sentirse invencibles.
Más pronto se vieron tan acosados que tuvieron que ir abandonando, poco a poco, sus defensas. El Dragón, luchaba fieramente contra los pocos que se atrevían a enfrentarse con él.

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